En primera persona
"Dios estuvo de nuestro lado" | Graciela Guadalupe LA NACION
Fue una explosión. Después, otra. Y las paredes comenzaron a vibrar. Eran alrededor de las 13.15 de ayer cuando mi casa empezó a dar gruñidos similares a los que uno suele imaginar que produce un sismo o, en el mejor de los casos, la fuga y voladura por los aires de varias calderas al mismo tiempo.
Tal vez por tanto trabajo periodístico acumulado durante años, la primera reacción fue abrazar a mi esposo y a mi hijo debajo del marco de una puerta, guarecernos del terremoto? de la caldera? ¿de qué?
Aunque ansiosamente largos, fueron muy pocos segundos hasta que vimos cómo desde más arriba de nuestro balcón comenzaba a caer una lluvia de gruesos cascotes, de mampostería, de pedazos de árboles. Una espesa y pesada tormenta de un cielo implacable.
La verificación rápida de que ni un terremoto ni un calefón hacen llover losas nos hizo pensar que algo muy extraño se estaba desmembrando sobre nuestro edificio.
Ponernos apenas los calzados, aupar al perro y bajar a la carrera los cinco pisos por escalera nos dejó sin más escala que en una vereda llena de polvo y restos de material. Gente asustada, que gritaba y maldecía a un cielo que, después supimos, poco tuvo que ver con el siniestro.
La razón fue menos celestial. Fue material y descaradamente negligente: una grúa de unas 60 toneladas que trabajaba en una megaobra para la construcción de dos torres se había desplomado como un castillo de naipes sobre cuatro edificios. El nuestro fue el último de su derrotero y se incrustó en él al punto de partir por el medio los últimos dos pisos.
Hacía varias horas que los vecinos de la vuelta habían comentado a los obreros de la construcción que la grúa se movía más de la cuenta. Ahora sabemos, porque quedó expuesto, que 60 t de hierro movibles estaban sostenidas por miserables pilotes que se doblaron como bananas. Le habían excavado tanta tierra alrededor que la dejaron probablemente en el aire.
Los inquilinos del último piso se salvaron de milagro. La casa del encargado del edificio, de al lado, también quedó destruida. Hablan de roturas de tanques, de pisos superiores que tendrán que demolerse.
Mientras escribo en un bar de la esquina porque no puedo volver a mi edificio, evacuado, pienso no sin horror en los chicos que murieron en el derrumbe del boliche Beara; en los jóvenes que perdieron la vida en la destrucción del gimnasio de Villa Urquiza. Sólo me consuela pensar que Dios estuvo de nuestro lado.
Y me pregunto qué arquitecto, qué ingeniero, qué autoridad asumirá las responsabilidades de lo que pudo haber sido una nueva tragedia de vidas humanas. Y deseo que el hecho de que nadie haya muerto no se convierta en una venda que tape los ojos de quienes deben encontrar a los culpables.
La autora es editora de la sección Información General
13 Feb 2011 | lanacion.com | Publicado en edición impresa
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sábado, 19 de febrero de 2011
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